Estaba
convencido de que no iba a escribir sobre Ordesa
de Manuel Vilas. Es una novela que huele a naftalina y no precisamente por el
tema o la técnica narrativa, sino por la construcción de la sociedad que la
sostiene. Ordesa, sin embargo, está
en un lugar destacado entre las mejores novelas del año. Alberto Olmos, no sólo Forbes o Babelia, la ha
destacado, junto a la magnífica Final
feliz de Isaac Rosa, como la mejor novela del año. Destaca principalmente
el argumento de su elección: “Lo que leemos en Rosa y Vilas es tan intravenoso
que sería emocionante hasta con faltas de ortografía y mal encolado. No son
libros que sucedan muy a menudo, amigos”.
Alberto Olmos
señala como hito la ficcionalización del conflicto personal, de la herida que
supura o cualquier otra metáfora sobre abscesos. Ficción pero en la que hozamos
en el sufrimiento individual auténtico. Ordesa
narra la vida del personaje Manuel Vilas después de la muerte de sus
padres, la reconstrucción de su relación con ellos, su divorcio y la relación
con sus hijos. Final feliz observa
una pareja desde su ruptura. Ambas son ejercicios de producción simbólica del
pasado pero técnicamente distintas. Como a Final
feliz quiero dedicarle una entrada aparte, me dedicaré ahora a Ordesa.
Ordesa es autoficción; si bien es Manuel
Vilas el único personaje de la narración: Su depresión, su alcoholismo, su
divorcio (sus infidelidades), sus padres y su hijos -vagamente cubiertos por
nombres de compositores-, los objetos de
la trama. Tengo la sensación de que la autoficción, como escribió Terry
Eagleton de la muerte del sujeto en el posmodernismo, es la mejor forma
conservarlo incólume. Aunque esto no es más que una intuición sin elaborar.
Así que, en
lugar de regodearme en elementos anecdóticos “universales” como la insistencia
del padre de aparcar el coche a la sombra o los singulares dolores de cada
familia infeliz, prefiero ver dónde traba la dialéctica de lo familiar y lo
colectivo: la pobreza. La pobreza de Vilas es una noción lo suficientemente
vaga para que quepa todo aquello que no pertenezca al campo de la ostentación y
la realeza -de hecho, toda la primera parte de la novela enfrenta la pobreza
histórica, sociológica y familiar de los Vilas a una cena a la que asiste el
novelista ante nuestro hijo Felipe VI.
La novela
opone aristocracia figurativa a la pobreza moral de la clase media, de la clase
media baja española, a la que pertenece. O pertenecemos todos aquellos que no
gocemos el apellido Borbón.
La pobreza es
principalmente una sensación familiar y vaguísima. Manuel Vilas se considera a sí
mismo como pobre mientras narra su desempeño como profesor de secundaria en la
Comunidad de Aragón -cuyo salario ronda los 2 000 euros mensuales, pagas
extraordinarias aparte:
Nunca me acostumbraré a ser pobre. Estoy
llamando pobreza al desamparo. He confundido pobreza y desamparo: tienen el
mismo rostro. Pero la pobreza es un estado moral, un sentido de las cosas, una
forma de honestidad innecesaria. Una renuncia a participar en el saqueo del
mundo, eso es para mí la pobreza. Tal vez no por bondad o por ética o por
cualquier elevado ideal, sino por incompetencia a la hora de saquear.
Ni mi padre ni yo saqueamos el mundo.
Fuimos, en ese sentido, frailes de una orden mendicante desconocida. (p. 90)
O:
No había manera de hacer dinero. Y
eso creo que es hereditario. Yo también soy pobre. No tengo donde caerme
muerto, lo bueno es que ahora nadie tiene donde caerse muerto. Y eso puede ser
una liberación. Ojalá los jóvenes busquen la vida errante, el caos, la
inestabilidad laboral y la libertad. Y la pobreza apañada, la pobreza
desactivada moralmente, es decir, la pobreza en sociedad. Es una buena
solución: la pobreza como fundamento colectivo; el no-tener mancomunado.
El problema de la pobreza es que
acaba transformándose en miseria, y la miseria es un estado moral. (p. 144)
Como se ve en
el último fragmento la pobreza tiene dos caras: la pobreza esclavizante (la
sujeción al trabajo como veremos), y la pobreza liberadora. La recurrencia a la
pobreza como intrínseca a cierta forma libertad, es decir, como la no participación
en el sistema productivo o de trabajo no es tampoco una novedad está inscrita
desde su comienzo en la constitución de la ideología pequeña burguesa ya bien
sea como pobreza electa o como cultura del emprendimiento, que no es otra cosa
que la cara del envés. Desde Hambre
de Hamsun, (la maravillosa) Factótum
o Cartero de Bukowski, el trabajo en
la fábrica Ford en El viaje al final de
la noche… O el abandono de la docencia de Manuel Vilas:
Mucho tiempo estuve narcotizado por
una nómina. Mucho tiempo: más de dos décadas. Recuerdo que me desperté a las
siete y media de la mañana de un 10 de septiembre del año 2014. Tenía una cita
a las ocho y media con los jefes de mi trabajo. Iba a solicitar mi baja, me
marchaba. Llevaba veintitrés años dado clases en institutos de enseñanza
secundaria, ya no podía más.
No sabía cuántos años de mi vida
podían quedarme, pero los quería vivir sin esa esclavitud. Pensaba que no me
quedaban muchos años, y los pocos que me quedaban quería dedicarlos a la
contemplación de mis muertos, a lo que fuese, incluida la mendicidad. (p. 110)
Aquí queda un
poco más clara la arista libertaria de la pobreza: la pobreza, la no sujeción a
la percepción de rentas del trabajo, es libertad. Es el punto donde el
trabajador (manual o intelectual) contacta con la aristocracia. En este
sentido, se equiparan el libre, el rentista (la monarquía) y el flanêur. Pasear, mirar las nubes, leer, estar sentado, estar con uno mismo en un
gran silencio, esa fue la ganancia. (p. 110) La pobreza como estado moral
es, en este punto, la necesidad de un salario.
Porque la
pobreza como estado moral, es decir, la que te sujeta al trabajo, la que te
narcotiza. La pobreza te constriñe a la clase social genérica; La pobreza es la
esencia del universalismo de Ordesa: Ningún prodigio aristocrático, ningún prodigio
vip, solo prodigios que emergen de la clase media-baja española de los años
setenta, que son muy hermosos y son el espejo de mi alma. (p. 176)
Queda clara la
oposición: los prodigios que se oponen son los de la ociosidad aristocrática a
los de la plebe; por eso, es tan importante en la estructura de la narración que
Manuel Vilas compartieran una cena y un saludo de seis segundos y noventa y dos centésimas de segundo (p. 42). Por
eso, el relato comienza con Manuel Vilas contándole a sus padres,
particularmente a su padre que él, miembro de la clase media-baja española, ha
cenado en la misma sala que el rey y la reina. Clase media-baja española de la
que ellos, Manuel Vilas personaje, Manuel Vilas narrador y Manuel Vilas autor,
se liberan quedando en el vacío a la espera de emparentarse con algún
descendiente Borbón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario