martes, 16 de junio de 2020

Eloi y Morlocks. Un comentario a Quien parte y reparte..., J. Riechmann y Albert Recio


La máquina del tiempo de H. G. Wells se ha prestado a dos lecturas: la sublime (la cinematográfica), los Eloi, seres espirituales, dedican su tiempo a la contemplación filosófica, pero cuya tranquilidad y pacífico desleimiento se ven perturbados por el ataque de unos seres embrutecidos y subterráneos, los Morlocks; la pedestre (la novelística), los Eloi pueden dedicarse a la verdad, bondad y belleza porque mantienen esclavizados a los Morlocks, quienes, machacados por el trabajo, han perdido incluso los últimos restos de humanidad. Estas dos lecturas sirven para contraponer la RBU y el reparto del trabajo como soluciones políticas compatibles respectivamente con cada lectura de La máquina del tiempo. La RBU cuadra con la lectura sublime, mientras que la reducción de la jornada laboral y el reparto del trabajo a la pedestre.


Voy a fundamentar mi explicación en Quien parte y reparte… El debate sobre la reducción del tiempo de trabajo de Jorge Riechmann y Albert Recio.

Quien parte y reparte… es un libro de apoyo a la estrategia política del reparto del trabajo, que llevaba en su programa electoral IU, dirigida por Julio Anguita, en 1993 y 1996. No obstante, los dos últimos capítulos polemizan directamente con la RBU, en los que opone ambas estrategias políticas como contradictorias y excluyentes: Más bien tenemos que elegir entre una política del tiempo (que he defendido en capítulos anteriores) y una política del subsidio. (p. 114-5)

¿Por qué se oponen? El debate de fondo es, sin duda ninguna, antropológico (el propietario y solitario de Locke o el hombre como relación social y con la naturaleza). En términos menos líricos: el trabajo (en actividades socialmente útiles) genera sentimientos de pertenencia, participación y utilidad social; contribuye a la construcción de la identidad personal; proporciona bases para la dignidad propia y el respeto por uno mismo; permite y consolida el acceso a la esfera pública en las sociedades industriales. (p. 118)



Esta división en la práctica política hoy divide la estrategia política entre la resignación o no ante la exclusión social: Me temo que la lógica del SUI [Subsidio Universal Incondicional es el nombre que le da Riechmann a la RBU] es la del primer término de esa disyunción, la de la exclusión social inevitable, la de la dualización de la sociedad […] Si se desea evitar esa dualización, hay que plantear una política ambiciosa de reducción del tiempo de trabajo. (P. 115) Es decir, la reducción del tiempo de trabajo es la clave, para Riechmann, que mitiga la división entre Morlocks y Eloi -daría para mucho preguntarnos por qué los Morlocks tienen morfema de plural y Eloi, no.

Podríamos entender esto en una triple dualización: los excluidos y los integrados, por un lado, los parásitos y los hiperproductivos, por otro, y, finalmente, los ciudadanos y los “cabezas de turco”.

Pero como medida potencialmente liberadora, transformadora de la sociedad, generadora de energías rojas y verdes, la reducción del tiempo de trabajo tiene mayores virtualidades que el remedio asistencial que algunas voces proponen como panacea contra los males del capitalismo: un subsidio universal incondicional y desvinculado de toda contraprestación laboral. Incluso hay quien pretende que una tal consumación del parasitismo social, por parte de un Estado asistencial él mismo parásito de la explotación de otros seres humanos y de la naturaleza, supondría nada menos que una transición directa y sin dolores de parto al reino de la igualdad y la abundancia. Más bien parece, en cambio, que la universalización del pensionista reproduciría ad infinitum los mismos mecanismos explotadores que generan paro, precariedad, miseria material y psíquica, marginación y depredación ecológica, mitigando tan sólo algunas de sus consecuencias más peligrosas. (p. 93)

Es parasitismo porque para la percepción de una renta desvinculada de toda contraprestación social -otra cosa son los que quieren trabajar y no pueden por la organización social del trabajo- otros han de producir aquello que se percibe. En este sentido, Riechmann señala dos cosas: 

La primera que la RBU está formulada exclusivamente para países ricos y que se sostendrá en la solidaridad de una parte de la clase trabajadora (hiperproductiva) hacia otra parte constituida como gorrones (free-riders): parásitos.

La segunda que como se trata de una medida pensada exclusivamente para los ciudadanos de los países ricos, lo que en realidad sucedería es lo que ya va sucediendo en la actualidad, pero con más intensidad: los trabajos más penosos quedarían reservados a los “cabezas de turco” que inmigran a nuestros países desde el Sur sin obtener ciudadanía… y trabajan a cambio de remuneraciones miserables, en condiciones igualmente miserables. (p. 121)

En esta definición de la RBU como parasitismo del rentista y del Estado que lo financia con la extracción de plustrabajo a los trabajadores (y con la exclusión del derecho de ciudadanía de otra parte) que lo mantuvieran resuena la máxima del movimiento obrero de quien no quiera trabajar no coma. ¿No estaba dirigida esta consigna contra los rentistas que hacinaban en  viviendas en condiciones infrahumanas y otros sacacuartos que exprimían a las clases trabajadoras? ¿No constituiría, aunque esto no lo diga Riechmann, la RBU una versión fetichista del rentista inmobiliario? Digo fetichista porque en la versión del casero gandul y explotador no hay duda de que sus rentas se perciben esquilmando el salario del trabajador, mientras que en la RBU este expolio se esconde tras la imagen del Estado. Pero sigue siendo la misma fea pretensión. Pretender vivir sin trabajar, a costa del trabajo de los demás, es cosa fea generalmente conocida como parasitismo. (p. 117)

Los Eloi se permiten la contemplación platónica como efecto de la división del trabajo y la liberación de tiempo que supone que otros, los que amenazan embrutecidos, lo realizan por ellos. La RBU sopundría el intento de convertirnos a una parte en Eloi, algo que solo es posible en el caso de que neguemos la existencia humana a los Morlocks. Le otorguemos la forma que le otorguemos, incluso si nos amparamos en la división internacional del trabajo y arrojamos a los Morlocks no ya a la vida subterránea, sino a la de otro continente.

Y esto en el mejor de los casos.

Supongamos ahora una versión menos halagüeña: que la cuantía es insuficiente para dedicar la vida a leer El Banquete de Platón y beberse unas litronas con pipas en la plaza (no son incompatibles) o que la RBU la imponen desde una perspectiva neoliberal. Algo sin duda no imposible.

Afirma Hayek en una especie de defensa vaga de la RBU: No cabe duda que uno de los principales fines de la política deberá ser la adecuada seguridad contra las grandes privaciones y la reducción de las causas evitables de la mala orientación de los esfuerzos y los consiguientes fracasos. Pero si esta acción ha de tener éxito y no se quiere que destruya la libertad individual, la seguridad tiene que proporcionarse fuera del mercado y debe dejarse que la competencia funcione sin obstrucciones. Cierta seguridad es esencial si la libertad ha de preservarse, porque la mayoría de los hombres sólo estará dispuesta a soportar el riesgo que encierra inevitablemente la libertad si este riesgo no es demasiado grande. (Camino de servidumbre)

Hayek defiende que la seguridad contra los efectos del mercado ha de proporcionarse desde fuera del mercado, pero, al mismo tiempo, no obstruir el funcionamiento del mercado. Id est, desregular por completo el mercado de trabajo. Encaja a la perfección con la primera formulación de la RBU (1984), entonces SUI, del Colectivo Charles Fourier, con Ph. van Parijs a la cabeza:

Suprimamos todos los subsidios al desempleo, las pensiones del Estado, las transferencias de la Seguridad Social, las subvenciones familiares, la reducción de impuestos a personas dependientes, las becas estudiantiles, los planes especiales de empleo temporal, la ayuda estatal a las empresas en crisis. Pero otorguemos cada mes a cada ciudadano una suma suficiente para cubrir sus necesidades fundamentales. Otorguémosla trabaje o no trabaje, sea pobre o sea rico, viva solo o con su familia, en concubinato o en comuna, haya o no haya trabajado en el pasado. No variemos la cantidad otorgada más que en función de la edad o del grado (eventual) de invalidez. Y financiemos todo ello mediante un impuesto progresivo sobre los otros ingresos de cada individuo.

Paralelamente, desregulemos el mercado de trabajo. Decidamos abolir toda la legislación que imponga un salario mínimo o una jornada máxima de trabajo. Eliminemos todos los obstáculos administrativos al trabajo a tiempo parcial. Reduzcamos la edad de escolarización obligatoria. Suprimamos la obligación de jubilarse a una determinada edad.

Una vez hecho todo esto, observemos qué ocurre.

¿Es posible entonces que exista una RBU al servicio de las clases dominantes? ¿Una RBU que desregule el mercado laboral sin jornada máxima ni salario mínimo? ¿Es posible que la RBU, amparada en el enganche riesgo/seguridad y libertad individual, mercantilice la sanidad y la educación definitivamente? ¿Es posible que la RBU elimine los salarios indirectos (derechos sociales) y diferidos (pensiones)? ¿La RBU podría acrecentar la diferencia Eloi/Morlocks despojando de la ciudadanía como mínimo a una parte de los migrantes? La respuesta es afirmativa. 



Ahora que nos hemos despojado todos de la farragosa dialéctica hegeliana, ¿no parece esto un paso dialéctico inverso? ¿El paso de la calidad (derecho a la vivienda, al trabajo digno, a la educación…) a la cantidad (derecho a percibir una cuantía dineraria)? ¿O es simplemente una declaración de impotencia ante la exclusión social?

Frente a esta estrategia, y reconociendo que su implantación no es una panacea que lo resolverá todo, Jorge Riechmann y Albert Recio defienden el reparto del trabajo. La reducción de la jornada laboral aboga por la eliminación de la escisión entre Eloi y Morlocks dado que la responsabilidad social del trabajo socialmente útil es repartido de forma que todos podamos leer filosofía antigua, participar políticamente, tomar litronas en el parque o discutir sobre series sesudas en canales de pago (o pirateadas) y, al mismo tiempo, participar en la reproducción social. Ya lo dejó dicho Marx, para pasar del reino de la necesidad al reino de la libertad: la reducción de la jornada laboral es la condición básica.

sábado, 18 de enero de 2020

Inocencia, atesoramiento y capital en Lluvia fina de Luis Landero


Dejó dicho en una entrevista el maestro Juan Carlos Rodríguez que no sabemos ver ni leer. Los textos no se pueden leer ingenuamente línea a línea, porque mienten. Aparentemente en algo semejante parece insistir la que, según casi todos los suplementos literarios oficiales, ha sido la novela española del año: Lluvia fina de Luis Landero. Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. (p. 11), comienza la novela.

Motivo, la no inocencia de todo relato, que se convertirá en el leitmotiv de esta reconstrucción de un drama familiar a partir del deseo de organizar una fiesta de ochenta cumpleaños para la matriarca de la familia tradicional. Resulta igualmente llamativo que la novela dé por sabido (el inconsciente siempre aúlla allí, en lo que damos por sabido) el significado de esta inocencia, grado cero del relato, y no trate en ningún caso definirla, como la organización de quién dice y quién posee el relato. No aclara si la inocencia inexistente la formula Freud, como parece indicar la cita del comienzo (Psicopatología de la vida cotidiana), pertenezca al ámbito de las intenciones subjetivas o porque se segreguen desde y en una matriz ideológica precisa como demostró Juan Carlos Rodríguez; no señala Luis Landero a qué se opone la inocencia o cuál es ese supuesto grado cero del relato sobre el que se articula su inexistencia. En lo que ahonda y en lo que Lluvia fina aparenta una contradicción angustiosa es en la propiedad del relato y el decir tratados como formas opuestas. Contraposición que nos ayudará a apostar por un significado de la inocencia.

La trama es sencilla: tres hermanos, Sonia, Andrea y Gabriel, y la madre le cuentan a Aurora, la pareja de Gabriel, la historia de los agravios y las miserias de la familia. Los cuatro miembros de la familia depositan, invierten, sus rencores y cuentas pendientes con los otros tres. En este sentido Aurora es la propietaria del relato. Ella es en realidad la única dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, porque solo a ella le confían y le cuentan, con todo tipo de detalles, y sin vergüenza ni reparos, todos y cada uno de los implicados en esta historia que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha acabado en ruina y desastre, como ya intuyó ella desde el primer momento. (p. 18)
Esta posesión curiosamente impide a Aurora en todo momento hablar en dos sentidos: Aurora es hablada por el narrador, mientras que el resto de personajes hablan y hablan, mediante el estilo directo, sin cesar durante toda la novela; y, en segundo lugar, ella no puede articular ningún relato:

Parece que la tarde se ha detenido en una penumbra vagamente dorada. [Aurora] Sentada en su silla de profesora, un codo en la mesa y la cara vencida sobre la palma de su mano, escucha el relato que le va contando su memoria, retazos de pasado que no sabe cómo armar para darles un sentido, una unidad, algo que la ayude a entender cómo ha sido su vida y qué puede esperar ahora del porvenir. Si tuviese a alguien a quien contarle sus recuerdos, una Aurora que la escuchara y acogiera con gusto sus palabras, quizá lograra comprender algo, o al menos desahogarse y aliviar esta pena que desde hace ya tiempo la carcome por dentro. (p. 109)

Aurora, en el sentido económico del término atesora el relato: Y Aurora escucha y calla, y comprende, y con la manera tan dulce que tiene de escuchar, parece que alivia los pesares de todos y pacifica las discordias. (p. 87) Si Aurora tuviese alguien a quien confiarle su historia, le contaría […] (p. 175), pero no puede el relato que le depositan se guarda y no aparece de nuevo en circulación. Así como Marx afirma que el tesoro se convierte en capital en el momento en que se lanza al mercado y sus transfiguraciones, el relato que es depositado en Aurora se detiene como en una crisis económica. Si las crisis económicas aparecen, en un primer momento, como una acumulación infinita de mercancías que no se venden, la detención del discurso en Aurora, el atesoramiento de todas las palabras, su freno es la primera muestra de la tragedia. La palabra, como el capital, sólo existe en su circulación, cuando produce beneficios.


Ahora sí se puede entender por qué el narrador señala que Aurora ya sabe que los discursos no son inocentes. Los discursos se lanzan, insisto, como el capital, para la obtención de beneficios y su detención, su atesoramiento, son formas de crisis y tragedia. La acumulación que no es incesantemente puesta de nuevo en circulación, que no se capitaliza, nos condena a la crisis a la muerte: todo cuanto se dice queda ya dicho para siempre, y solo con la muerte se consuma por completo el olvido y se logra el silencia y, con él, la paz definitiva. (p. 261) Y un poco después: Por un momento intenta perseguir y esclarecer esas vagas intuiciones sobre los espejismos de la memoria, pero el pensamiento da un enorme bostezo -lo siente físicamente- ante una tarea tan ardua, tan imposible acaso. <<Estoy muy cansada>>, piensa, <<y es la memoria la que no me deja descansar>> (p. 262). Algo que, en el caso del relato, solo puede acabar en la otra orilla.