Me lo cotaron recientemente:
Olmedo fue uno de los centenares de ingenuos asesinados por estas ratas bajo la
acusación de ser infiltrados del enemigo, centenares de asesinados por sus
propios jefes bajo el cargo de traición, asesinados por órdenes de sus mismos
jefes en las faldas del volcán de San Vicente.
Horacio Castellanos Moya, El asco
El Salvador (1980-1992).
Espero que éste sea el primero de dos textos acerca de la narrativa del Horacio Castellanos Moya; nacido en Honduras, pero salvadoreño a todos los efectos. En ellos trataré de desgranar los elementos centrales de su construcción ideológica de forma que se desvelen varios de los elementos propios de una imagen específica de la “periferia”, de la situación de dependencia económica y cultural y, finalmente, de las consecuencias simbólicas de una guerra civil que duró 12 años.
Espero que éste sea el primero de dos textos acerca de la narrativa del Horacio Castellanos Moya; nacido en Honduras, pero salvadoreño a todos los efectos. En ellos trataré de desgranar los elementos centrales de su construcción ideológica de forma que se desvelen varios de los elementos propios de una imagen específica de la “periferia”, de la situación de dependencia económica y cultural y, finalmente, de las consecuencias simbólicas de una guerra civil que duró 12 años.
La
narrativa de Horacio Castellanos Moya es imprescindible particularmente por el
tercer motivo: ¿cómo explicar(se) una sociedad enfrascada en una guerra que
costó la vida casi al 2% de la población del país?, ¿una guerra que contó con
escuadrones de la muerte?, ¿una guerra civil que asesinó a su poeta, Roque
Dalton?, ¿un “proceso revolucionario” que asestó más de ochenta puñaladas a una
de sus dirigentes, la Comandante Ana María, sin que hoy todavía se sepa
exactamente por qué?, ¿que desencadenó purgas internas que llegaron a tratar de
legitimar, como en los Procesos de Moscú, limpias entre los dirigentes y los
hijos de una posible revolución?
En
esta primera entrada me he querido limitar a la primera y la última novela de
Castellanos Moya, La diáspora (1989) y Moronga
(2018), por dos motivos. El primero es que ambas tratan el exilio de los
antiguos participantes en la revolución salvadoreña con una estructura
narrativa similar; el segundo es que ambas novelas (junto a El asco, editada previamente por
Tusquets en 2007) son las novelas de lanzamiento del autor tras su fichaje por
Random House. De hecho, las tres novelas han sido publicadas entre febrero y
junio de 2018, síntoma de una apuesta fuerte de la editorial.
Tanto
La diáspora como Moronga tratan el exilio político salvadoreño, pero con un pequeño
matiz: mientras que La diáspora se
sitúa en el desarrollo del conflicto, Moronga
acomete las mismas heridas en la actualidad, más de 20 años después del fin de
la guerra civil, cuyas conversaciones de paz comenzaron en 1990. Sin embargo,
esta diferencia temporal no evita que ambas segreguen una misma simbolización
de El Salvador:
1)
Las dos muestran, por un lado, la intervención de las clases populares en el
conflicto en la guerrilla -en otras, El arma
en el hombre o La sirvienta y el
luchador, los personajes pertenecen a escuadrones de la muerte o a la
policía política- y la relación
contradictoria de los intelectuales afines ante los errores y crímenes de la
guerrilla. Al mismo tiempo que distingue dos tipos de intervención en el
conflicto, estratifica la comprensión del conflicto y las motivaciones de
intervención.
Aunque
una mirada superficial podría hacernos entender que la distinción principal es la
participación armada o la de compañero de viaje en el conflicto, el contraste
se sostiene en la distinta motivación de la intervención:
Además, ese personaje [Zeledón, el personaje
guerrillero de Moronga] entró en la
guerrilla por la pura acción. Hay gentes que entran en revoluciones o en
guerras civiles por el aspecto ideológico, por el proyecto de sociedad que
quieren construir. Pero hay otros que entran por la pasión por la acción. Es
gente más dionisiaca, lo que le gusta es la sangre, la adrenalina.
Antonio Jiménez Barca, “El Salvador es una herida a la
que siempre vuelvo”, entrevista a Castellanos Moya en Babelia, 28 de febrero de 2018
Quique
López el personaje guerrillero de La diáspora en México también participa en la batalla por un
motivo similar, sólo el azar determinó el bando. Quique López mantiene relación
de amistad con dos de sus primos: Renato, un militar agresivo y profundamente
anticomunista, y Lucrecio, un militante comunista. Quique López, quien también
se describe como sujeto a “la pasión por la acción”, se decanta por la
guerrilla por un golpe de dados:
La noche en la que se definió la vida
de Quique, en el pueblo se celebraba un baile amenizado por una importante
orquesta procedente de San Salvador. Pati, la novia de Lucrecio, era también
pretendida por un sargento, quien, ya con las copas, se puso impertinente. Al
final de la fiesta, Lucrecio y el sargento casi terminan a las trompadas. Si
todo hubiese acabado ahí, no habría habido más problemas. Pero el sargento y un
grupo de soldados, aprovechando la oscuridad y la embriaguez de sus rivales,
emboscaron a Quique y a Lucrecio cuando éstos se dirigían a sus casas. Les
propinaron una paliza memorable. Si eso le hubiera sucedido junto a Renato, el
futuro de Quique habría sido distinto. (La
diáspora p.69)
Las
clases populares participan por una puesta en marcha de sus almas
concupiscentes e irascibles, si se me permite el juego
con la división de las almas de Platón. De hecho, las motivaciones del
protagonista de El arma en el hombre
(2001), Robocop, un (para)militar contra la guerrilla tras la firma de los
acuerdos de paz, son idénticas. Moronga,
palabra que podría ser traducida al español peninsular como “pollón”, es
también bastante significativa. Es constante en la narrativa de Castellanos
Moya la construcción de los personajes de las clases populares como seres
motivados por pasiones, no seré yo quien las defina como bajas, y no por la
comprensión intelectual de los hechos -también ocurre así en La sirvienta y el luchador (2011).
Pero
no es en esta primera entrada donde quiero hablar de qué consecuencias
políticas tiene esta caracterización dionisiaca de las clases populares
salvadoreñas y de toda Centroamérica.
2)
Así llegamos a una división de las almas -la división social del trabajo-: la
concupiscente-irascible y la racional. Esta división de las almas resalta
cuando nos adentramos en las motivaciones políticas y morales de los
intelectuales. Esta comprensión intelectual de la guerrilla y las motivaciones
de la lucha se expresa, casi con exclusividad, en forma de herida: de
convencimiento descreído, de quiebra, de distanciamiento, de huida, de repulsa
y de autocuestionamiento… de lucha por la salvación individual.
Juan Carlos,
personaje central de La diáspora, es
quizá es el más interesante porque supone al intelectual que ha abandonado “su
destino” por el compromiso político. El intelectual que quiso ser escritor y
que siquiera terminó su formación reglada -en varios momentos otros personajes
de la novela le recomiendan que los concluya- para servir al partido y a la
guerrilla, aunque el camino sólo sirva para la conciencia del fracaso: la
guerrilla y la revolución devoran, además de a él mismo, a sus hijos… y a sus
padres.
A diferencia de Quique, un joven para
quien el mundo intrigante de la alta política podía pasar desapercibido y toda
la simbología revolucionaria permanecía en un segundo plano ante la
eventualidad de la acción, Juan Carlos sí resintió profundamente el asesinato
de Ana María y el suicidio de Marcial. (La
diáspora, p. 105)
Es, quizá, la
posición más extrema e inestable de la división del trabajo en las novelas de
Castellanos Moya: la del compromiso político consciente. Si el resto de
personajes intelectuales de La diáspora
o Erasmo Aragón -protagonista también de El
sueño del retorno (2013)-, el intelectual que investiga la intervención de
la CIA en el asesinato de Roque Dalton en Moronga,
mantienen una relación con el proceso de revolucionario de meros acompañantes
críticos, Juan Carlos es el único intento de compromiso político, de
intelectual orgánico en las novelas de Castellanos Moya -al menos las que he
leído-. No obstante, la aparición de Juan Carlos es la huida de esa militancia,
la distancia crítica, el desencanto porque, insisto, la revolución acaba con
sus hijos.
El resto de
intelectuales mantienen una relación que podríamos entender incluso frívola con
la revolución, tanto con el proceso en La
diáspora como con el recuerdo de los procesos en Moronga:
Aterricé a mediodía, el segundo
domingo de junio, en el aeropuerto Ronald Reagan, pese a que me había prometido
a mí mismo nunca utilizar ese aeropuerto con el nombre de un sujeto tan
criminal e ignorante, pero ya sabemos que los principios languidecen cuando se
trata del bolsillo, y no sólo el boleto aéreo resultaba más barato y el
traslado a la ciudad mucho más cómodo que si hubiese utilizado el aeropuerto
Dulles, sino que al final de cuentas ponerme a comparar cuál de los dos
sujetos, si Ronald Reagan o John Foster Dulles, había sido más tóxico para la
humanidad a fin de decidir qué boleto me convenía, hubiese sido una tontería. (Moronga, p. 137)
3)
Pero, siquiera esta banalización es capaz de esconder el trauma de la guerra
civil salvadoreña. Como si de unos procesos de Moscú se tratase, la guerra
civil en El Salvador extermina a sus hijos… y, reitero, a sus padres.
En
Moronga se regresa al hecho
traumático más popular interno de la guerrilla salvadoreña: el ajusticiamiento
de Roque Dalton por sus compañeros. Al igual que se justificó el asesinato de la
Comandante Ana María -después hablaremos de este crimen “revolucionario”-, para el
ajusticiamiento de Roque Dalton se adujo que el poeta salvadoreño fue comprado
por la CIA en medio de un enfrentamiento entre corrientes del partido, en este
caso del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP: la
burocrática-pequeñoburguesa y la militar-revolucionaria. Parece evidente que
esta diferenciación sobrevive en la construcción de la división del trabajo que
(re)produce en sus textos Castellanos Moya.
Erasmo
Aragón, el protagonista intelectual de Moronga,
quiere investigar la intervención de la CIA en el asesinato de Roque Dalton, a
través de documentos desclasificados del gobierno de EE UU. No obstante, a
pesar de la política imperialista estadounidense, se recurre de nuevo al alma
concupiscente e irascible de las clases populares:
¿Dónde se podía comprar una radio para
transmitir información cifrada en El Salvador de 1964?, me pregunté con
asombro, pues siempre me han maravillado eso mundos de la conspiración donde
nada es lo que parece y en los que un poeta del talante fogoso, polémico y
jodedor de Dalton se hubiera burlado de él a tal extremo que juró venganza,
como cualquiera a quien le tocase padecer las burlas de un joven con más
talento hubiese hecho, con el agravante de que el cubanito traidor era un
albañil convertido en policía y luego en operador de inteligencia, en tanto que
Dalton era un poeta e intelectual formado en el colegio jesuita más caro de El
Salvador, suficiente motivo para avivar el resentimiento y el encono. (Moronga, p.214)
Se
cuenta en Moronga que Dalton no pudo
ser comprado por la CIA, aunque fue secuestrado por ellos -según narra Dalton en “Pobrecito
poeta que era yo…”-, mientras que ese cubanito traidor, ese albañil, se vendió
al imperialismo. Pero, siquiera esa compra por parte de la inteligencia
estadounidense, puede justificar la conspiración para acabar con Dalton sin esa
alma concupiscente e irascible ni ese “resentimiento” de las clases populares
al que tantas veces recurrió como motivación del sindicalismo Hayek.
La
violencia interna revolucionaria es también la clave para el distanciamiento de
Juan Carlos en La diáspora. En el
fragmento que recogía más arriba se habla del asesinato de la comandante Ana
María y el posterior suicidio del comandante Marcial, más conocidos como “los acontecimientos
de abril” de 1983.
Los
acontecimientos de abril fueron, de manera resumida: el 6 de abril de 1983, en
plena guerra civil, asaltan la casa de la comandante Ana María dirigente del
Frente de Liberación Popular (FLP), fuerza mayoritaria en el Frente Farabundo
Martí (FMLN), a la que asestan 82 puñaladas. El 11
de abril, el gobierno sandinista de Nicaragua detiene al comandante Marcelo del
mismo FLP por ser el instigador de su asesinato. El 12 de abril el comandante
Marcial se suicida. La interpretación de los hechos ha variado, pero es más o
menos similar al momento en el que se sitúa la novela (1984) y el momento de la
escritura (1988-9). En un primer momento, se supone que el comandante Marcelo
ha sido comprado por la CIA y el asesinato de la comandante Ana María tiene
como objetivo la desestabilización del FLP y del FMLN, mientras que el suicidio
del comandante Marcial se produciría ante el horror de que el comandante
Marcelo, encargado de la protección del comandante Marcial, máximo dirigente
del FLP, hubiera participado en el asesinato. Posteriormente, el FLP, a
principios de 1984, publica un comunicado en el que se achaca el asesinato a
una forma expeditiva de dirimir diferencias políticas entre ambos comandantes,
las mismas diferencias que se esgrimían en el asesinato de Roque Dalton. El
comandante Marcial se habría quedado en minoría en el partido y sus seguidores
decidieron recuperar la posición dominante en él. El suicidio no sería,
en esta explicación, más que un gesto de arrepentimiento.
Aunque
las interpretaciones de estas ejecuciones parezcan “El tema del traidor y el
héroe” de Borges, las muertes de los comandantes y el asesinato de Roque Dalton
son síntomas reales que no se pueden soslayar; sin embargo, esta entrada se va
a limitar a ver cómo instituye Castellanos Moya una “esencia” de la revolución,
en la que los procesos revolucionarios, la guerrilla, están condenados a repetir
el asesinato de sus padres:
Por eso, cuando comprendió que Marcial
y Ana María estaban irremisiblemente muertos, Juan Carlos experimentó una
desoladora sensación de orfandad, de desamparo. También fue víctima de un
sentimiento de culpa, de pecado (porque los caínes estaban en sus propias
filas). Se trataba de una enorme conspiración metafísica, que había movido
fuerzas incontrolables, insospechadas, y de pronto los había transformado de
inmaculados ángeles revolucionarios en vulgares seres humanos, tan criminales
como sus adversarios. (La diáspora,
p. 107)
Y
volvemos a la explicación por las almas platónicas: los ángeles puros, la pura
idea, la revolución, el alma racional… se desvela como vulgar ser humano
concupiscente, irascible, traidor… clase popular (si bien la comandante Ana
María fue primero dirigente de un sindicato de maestros, Marcial era un
dirigente campesino sin formación académica).
Esta
división social del trabajo es el ancla simbólica en la que se sustenta la
violencia revolucionaria del terror de sus hijos, del criminal asesinato de los
dirigentes y al que estaba expuesto cualquiera:
¿Te digo por qué? -continuó el Turco-.
Porque ninguno de esos cerotes que dirigen la revolución tiene la puta idea de
lo que es el arte. Creen que es la cancioncita antes del discurso y ya. Se
muestran interesados porque saben que les produce dinero de la solidaridad
internacional. Eso yo lo viví; vos sabés. (La
diáspora, p. 34)
Por
supuesto, no quiero afirmar que la violencia interna en los procesos
revolucionarios sea un tema menor o que no deba producir hasta malestar físico;
lo que afirmo es que hay una simbolización de ella en una especie de esencia
(de alma) de las clases populares que es igualmente peligrosa. Como si el
estalinismo fuese la naturaleza de todo proceso revolucionario.
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