lunes, 8 de octubre de 2018

HORACIO CASTELLANOS MOYA, SATURNO Y LA DIVISIÓN DEL TRABAJO


Me lo cotaron recientemente: Olmedo fue uno de los centenares de ingenuos asesinados por estas ratas bajo la acusación de ser infiltrados del enemigo, centenares de asesinados por sus propios jefes bajo el cargo de traición, asesinados por órdenes de sus mismos jefes en las faldas del volcán de San Vicente.
Horacio Castellanos Moya, El asco

                El Salvador (1980-1992).
               Espero que éste sea el primero de dos textos acerca de la narrativa del Horacio Castellanos Moya; nacido en Honduras, pero salvadoreño a todos los efectos. En ellos trataré de desgranar los elementos centrales de su construcción ideológica de forma que se desvelen varios de los elementos propios de una imagen específica de la “periferia”, de la situación de dependencia económica y cultural y, finalmente, de las consecuencias simbólicas de una guerra civil que duró 12 años. 




                La narrativa de Horacio Castellanos Moya es imprescindible particularmente por el tercer motivo: ¿cómo explicar(se) una sociedad enfrascada en una guerra que costó la vida casi al 2% de la población del país?, ¿una guerra que contó con escuadrones de la muerte?, ¿una guerra civil que asesinó a su poeta, Roque Dalton?, ¿un “proceso revolucionario” que asestó más de ochenta puñaladas a una de sus dirigentes, la Comandante Ana María, sin que hoy todavía se sepa exactamente por qué?, ¿que desencadenó purgas internas que llegaron a tratar de legitimar, como en los Procesos de Moscú, limpias entre los dirigentes y los hijos de una posible revolución?

                En esta primera entrada me he querido limitar a la primera y la última novela de Castellanos Moya, La diáspora (1989) y Moronga (2018), por dos motivos. El primero es que ambas tratan el exilio de los antiguos participantes en la revolución salvadoreña con una estructura narrativa similar; el segundo es que ambas novelas (junto a El asco, editada previamente por Tusquets en 2007) son las novelas de lanzamiento del autor tras su fichaje por Random House. De hecho, las tres novelas han sido publicadas entre febrero y junio de 2018, síntoma de una apuesta fuerte de la editorial.

                Tanto La diáspora como Moronga tratan el exilio político salvadoreño, pero con un pequeño matiz: mientras que La diáspora se sitúa en el desarrollo del conflicto, Moronga acomete las mismas heridas en la actualidad, más de 20 años después del fin de la guerra civil, cuyas conversaciones de paz comenzaron en 1990. Sin embargo, esta diferencia temporal no evita que ambas segreguen una misma simbolización de El Salvador:

                1) Las dos muestran, por un lado, la intervención de las clases populares en el conflicto en la guerrilla -en otras, El arma en el hombre o La sirvienta y el luchador, los personajes pertenecen a escuadrones de la muerte o a la policía política-  y la relación contradictoria de los intelectuales afines ante los errores y crímenes de la guerrilla. Al mismo tiempo que distingue dos tipos de intervención en el conflicto, estratifica la comprensión del conflicto y las motivaciones de intervención.

                Aunque una mirada superficial podría hacernos entender que la distinción principal es la participación armada o la de compañero de viaje en el conflicto, el contraste se sostiene en la distinta motivación de la intervención:

Además, ese personaje [Zeledón, el personaje guerrillero de Moronga] entró en la guerrilla por la pura acción. Hay gentes que entran en revoluciones o en guerras civiles por el aspecto ideológico, por el proyecto de sociedad que quieren construir. Pero hay otros que entran por la pasión por la acción. Es gente más dionisiaca, lo que le gusta es la sangre, la adrenalina.
Antonio Jiménez Barca, “El Salvador es una herida a la que siempre vuelvo”, entrevista a Castellanos Moya en Babelia, 28 de febrero de 2018

                Quique López el personaje guerrillero de La diáspora en México también participa en la batalla por un motivo similar, sólo el azar determinó el bando. Quique López mantiene relación de amistad con dos de sus primos: Renato, un militar agresivo y profundamente anticomunista, y Lucrecio, un militante comunista. Quique López, quien también se describe como sujeto a “la pasión por la acción”, se decanta por la guerrilla por un golpe de dados:

La noche en la que se definió la vida de Quique, en el pueblo se celebraba un baile amenizado por una importante orquesta procedente de San Salvador. Pati, la novia de Lucrecio, era también pretendida por un sargento, quien, ya con las copas, se puso impertinente. Al final de la fiesta, Lucrecio y el sargento casi terminan a las trompadas. Si todo hubiese acabado ahí, no habría habido más problemas. Pero el sargento y un grupo de soldados, aprovechando la oscuridad y la embriaguez de sus rivales, emboscaron a Quique y a Lucrecio cuando éstos se dirigían a sus casas. Les propinaron una paliza memorable. Si eso le hubiera sucedido junto a Renato, el futuro de Quique habría sido distinto. (La diáspora p.69)

                Las clases populares participan por una puesta en marcha de sus almas concupiscentes e irascibles, si se me permite el juego con la división de las almas de Platón. De hecho, las motivaciones del protagonista de El arma en el hombre (2001), Robocop, un (para)militar contra la guerrilla tras la firma de los acuerdos de paz, son idénticas. Moronga, palabra que podría ser traducida al español peninsular como “pollón”, es también bastante significativa. Es constante en la narrativa de Castellanos Moya la construcción de los personajes de las clases populares como seres motivados por pasiones, no seré yo quien las defina como bajas, y no por la comprensión intelectual de los hechos -también ocurre así en La sirvienta y el luchador (2011).

                Pero no es en esta primera entrada donde quiero hablar de qué consecuencias políticas tiene esta caracterización dionisiaca de las clases populares salvadoreñas y de toda Centroamérica.

                2) Así llegamos a una división de las almas -la división social del trabajo-: la concupiscente-irascible y la racional. Esta división de las almas resalta cuando nos adentramos en las motivaciones políticas y morales de los intelectuales. Esta comprensión intelectual de la guerrilla y las motivaciones de la lucha se expresa, casi con exclusividad, en forma de herida: de convencimiento descreído, de quiebra, de distanciamiento, de huida, de repulsa y de autocuestionamiento… de lucha por la salvación individual.

Juan Carlos, personaje central de La diáspora, es quizá es el más interesante porque supone al intelectual que ha abandonado “su destino” por el compromiso político. El intelectual que quiso ser escritor y que siquiera terminó su formación reglada -en varios momentos otros personajes de la novela le recomiendan que los concluya- para servir al partido y a la guerrilla, aunque el camino sólo sirva para la conciencia del fracaso: la guerrilla y la revolución devoran, además de a él mismo, a sus hijos… y a sus padres.

A diferencia de Quique, un joven para quien el mundo intrigante de la alta política podía pasar desapercibido y toda la simbología revolucionaria permanecía en un segundo plano ante la eventualidad de la acción, Juan Carlos sí resintió profundamente el asesinato de Ana María y el suicidio de Marcial. (La diáspora, p. 105)

Es, quizá, la posición más extrema e inestable de la división del trabajo en las novelas de Castellanos Moya: la del compromiso político consciente. Si el resto de personajes intelectuales de La diáspora o Erasmo Aragón -protagonista también de El sueño del retorno (2013)-, el intelectual que investiga la intervención de la CIA en el asesinato de Roque Dalton en Moronga, mantienen una relación con el proceso de revolucionario de meros acompañantes críticos, Juan Carlos es el único intento de compromiso político, de intelectual orgánico en las novelas de Castellanos Moya -al menos las que he leído-. No obstante, la aparición de Juan Carlos es la huida de esa militancia, la distancia crítica, el desencanto porque, insisto, la revolución acaba con sus hijos.

El resto de intelectuales mantienen una relación que podríamos entender incluso frívola con la revolución, tanto con el proceso en La diáspora como con el recuerdo de los procesos en Moronga:

Aterricé a mediodía, el segundo domingo de junio, en el aeropuerto Ronald Reagan, pese a que me había prometido a mí mismo nunca utilizar ese aeropuerto con el nombre de un sujeto tan criminal e ignorante, pero ya sabemos que los principios languidecen cuando se trata del bolsillo, y no sólo el boleto aéreo resultaba más barato y el traslado a la ciudad mucho más cómodo que si hubiese utilizado el aeropuerto Dulles, sino que al final de cuentas ponerme a comparar cuál de los dos sujetos, si Ronald Reagan o John Foster Dulles, había sido más tóxico para la humanidad a fin de decidir qué boleto me convenía, hubiese sido una tontería. (Moronga, p. 137)

         3) Pero, siquiera esta banalización es capaz de esconder el trauma de la guerra civil salvadoreña. Como si de unos procesos de Moscú se tratase, la guerra civil en El Salvador extermina a sus hijos… y, reitero, a sus padres.

              En Moronga se regresa al hecho traumático más popular interno de la guerrilla salvadoreña: el ajusticiamiento de Roque Dalton por sus compañeros. Al igual que se justificó el asesinato de la Comandante Ana María -después hablaremos de este crimen “revolucionario”-, para el ajusticiamiento de Roque Dalton se adujo que el poeta salvadoreño fue comprado por la CIA en medio de un enfrentamiento entre corrientes del partido, en este caso del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP: la burocrática-pequeñoburguesa y la militar-revolucionaria. Parece evidente que esta diferenciación sobrevive en la construcción de la división del trabajo que (re)produce en sus textos Castellanos Moya. 

              Erasmo Aragón, el protagonista intelectual de Moronga, quiere investigar la intervención de la CIA en el asesinato de Roque Dalton, a través de documentos desclasificados del gobierno de EE UU. No obstante, a pesar de la política imperialista estadounidense, se recurre de nuevo al alma concupiscente e irascible de las clases populares:

¿Dónde se podía comprar una radio para transmitir información cifrada en El Salvador de 1964?, me pregunté con asombro, pues siempre me han maravillado eso mundos de la conspiración donde nada es lo que parece y en los que un poeta del talante fogoso, polémico y jodedor de Dalton se hubiera burlado de él a tal extremo que juró venganza, como cualquiera a quien le tocase padecer las burlas de un joven con más talento hubiese hecho, con el agravante de que el cubanito traidor era un albañil convertido en policía y luego en operador de inteligencia, en tanto que Dalton era un poeta e intelectual formado en el colegio jesuita más caro de El Salvador, suficiente motivo para avivar el resentimiento y el encono. (Moronga, p.214)

             Se cuenta en Moronga que Dalton no pudo ser comprado por la CIA, aunque fue secuestrado por ellos -según narra Dalton en “Pobrecito poeta que era yo…”-, mientras que ese cubanito traidor, ese albañil, se vendió al imperialismo. Pero, siquiera esa compra por parte de la inteligencia estadounidense, puede justificar la conspiración para acabar con Dalton sin esa alma concupiscente e irascible ni ese “resentimiento” de las clases populares al que tantas veces recurrió como motivación del sindicalismo Hayek.

            La violencia interna revolucionaria es también la clave para el distanciamiento de Juan Carlos en La diáspora. En el fragmento que recogía más arriba se habla del asesinato de la comandante Ana María y el posterior suicidio del comandante Marcial, más conocidos como “los acontecimientos de abril” de 1983.

               Los acontecimientos de abril fueron, de manera resumida: el 6 de abril de 1983, en plena guerra civil, asaltan la casa de la comandante Ana María dirigente del Frente de Liberación Popular (FLP), fuerza mayoritaria en el Frente Farabundo Martí (FMLN), a la que asestan 82 puñaladas. El 11 de abril, el gobierno sandinista de Nicaragua detiene al comandante Marcelo del mismo FLP por ser el instigador de su asesinato. El 12 de abril el comandante Marcial se suicida. La interpretación de los hechos ha variado, pero es más o menos similar al momento en el que se sitúa la novela (1984) y el momento de la escritura (1988-9). En un primer momento, se supone que el comandante Marcelo ha sido comprado por la CIA y el asesinato de la comandante Ana María tiene como objetivo la desestabilización del FLP y del FMLN, mientras que el suicidio del comandante Marcial se produciría ante el horror de que el comandante Marcelo, encargado de la protección del comandante Marcial, máximo dirigente del FLP, hubiera participado en el asesinato. Posteriormente, el FLP, a principios de 1984, publica un comunicado en el que se achaca el asesinato a una forma expeditiva de dirimir diferencias políticas entre ambos comandantes, las mismas diferencias que se esgrimían en el asesinato de Roque Dalton. El comandante Marcial se habría quedado en minoría en el partido y sus seguidores decidieron recuperar la posición dominante en él. El suicidio no sería, en esta explicación, más que un gesto de arrepentimiento.

                Aunque las interpretaciones de estas ejecuciones parezcan “El tema del traidor y el héroe” de Borges, las muertes de los comandantes y el asesinato de Roque Dalton son síntomas reales que no se pueden soslayar; sin embargo, esta entrada se va a limitar a ver cómo instituye Castellanos Moya una “esencia” de la revolución, en la que los procesos revolucionarios, la guerrilla, están condenados a repetir el asesinato de sus padres:

Por eso, cuando comprendió que Marcial y Ana María estaban irremisiblemente muertos, Juan Carlos experimentó una desoladora sensación de orfandad, de desamparo. También fue víctima de un sentimiento de culpa, de pecado (porque los caínes estaban en sus propias filas). Se trataba de una enorme conspiración metafísica, que había movido fuerzas incontrolables, insospechadas, y de pronto los había transformado de inmaculados ángeles revolucionarios en vulgares seres humanos, tan criminales como sus adversarios. (La diáspora, p. 107)

                Y volvemos a la explicación por las almas platónicas: los ángeles puros, la pura idea, la revolución, el alma racional… se desvela como vulgar ser humano concupiscente, irascible, traidor… clase popular (si bien la comandante Ana María fue primero dirigente de un sindicato de maestros, Marcial era un dirigente campesino sin formación académica).

                Esta división social del trabajo es el ancla simbólica en la que se sustenta la violencia revolucionaria del terror de sus hijos, del criminal asesinato de los dirigentes y al que estaba expuesto cualquiera:

¿Te digo por qué? -continuó el Turco-. Porque ninguno de esos cerotes que dirigen la revolución tiene la puta idea de lo que es el arte. Creen que es la cancioncita antes del discurso y ya. Se muestran interesados porque saben que les produce dinero de la solidaridad internacional. Eso yo lo viví; vos sabés. (La diáspora, p. 34)

                Por supuesto, no quiero afirmar que la violencia interna en los procesos revolucionarios sea un tema menor o que no deba producir hasta malestar físico; lo que afirmo es que hay una simbolización de ella en una especie de esencia (de alma) de las clases populares que es igualmente peligrosa. Como si el estalinismo fuese la naturaleza de todo proceso revolucionario.

sábado, 14 de julio de 2018

AMOUR FOU, MARTA SANZ: LOS RESTOS OSCUROS DE LA SEDUCCIÓN


Hace un par o tres de años me regalaron por mi cumpleaños una camiseta historiada. Una serie de viñetas en dos columnas mostraban una transformación. Charlot se convertía en un drugo (el personaje de La naranja mecánica): Charlot llega a casa; deja el bombín y el bastón en el perchero; se sienta frente al tocador; se desmaquilla; se maquillar de nuevo; se encasqueta el sombrero; agarra el bate de beisbol; y sale a la luz de noche. La desasosegante historia de la camiseta: la posibilidad de que el adorable Charlot esconda un resto oscuro es la trama de Amour fou. Ese resto oscuro que, no bien se ilumina por un instante, ciega si no se finge ceguera.



No quisiera comenzar a escribir sobre Amour fou sin esta pequeña declaración admirada por la escritura de Marta Sanz: toda la escritura de Marta Sanz (al menos desde que llegué a ella con Black, black, black, novela alrededor de las mismas obsesiones que ésta), es viscosamente corpórea: su materialismo impregna los dedos, rozan la piel, pesan en el estómago, huele al regreso a casa después de trabajar. En sentido recto, yo sabía hasta dónde podía llegar con mis dientes sobre el terciopelo del pene de Raymond. Todos los penes son de terciopelo; no se trata, pues, de que solo el de Raymond lo fuera. (p. 18)
Amour fou narra un cuarteto amoroso con la voz de la mitad de ellos (Lala y Raymond). En principio, se confunde con una sórdida comedia romántica, Adictos al amor. Ese momento en Every breath you take (he escogido para el vídeo la versión más ñoña que he encontrado) se confunde con una canción de amor. Lala abandona  a Raymond por Adrián, aquel obsesionado con ella se muda enfrente de ellos para espiarlos. Adrián en otro momento de la relación pasa una noche con Elisa que, obsesionada con él, llega a convivir y compartir obsesión con Raymond. Esta convivencia suma un quinto personaje: Esther, la hija de Elisa.

La novela arranca con los dos narradores, Lala y Raymond, sentado en una salita de estar tras la detención, ignoramos el motivo, de Adrián. En esta primera escena Raymon entrega el diario de sus obsesiones a Lala. Lala después irá alternando fragmentos del diario con su propia narración. Es central que señalemos que la narración de Raymond es lineal y supuestamente simultánea a los hechos (aunque en gran medida se dedique a la reconstrucción de la relación con Lala y el abandono), mientras que Lala escribe desde la detención de Adrián. Las voces de Adrián y Elisa son modeladas por Lala y Raymond.
En Black, black, black (2010) Marta Sanz recurre a la lectura del diario de uno de los personajes por otro para la construcción de la historia. También en ambas la trama recurre al deseo como impedimento para ciertas percepciones de la realidad. Sin embargo, Black, black, black incluye el personaje de Paula, quien al escuchar el relato seducido de Antonio Zarco lo despedaza: Paula inocularía en mí la suspicacia - «Te quiere dominar»- y, sobre todo, aprovecharía para aleccionarme como inspectora de Hacienda y mujer de principios -«Los ricos nunca son buenos»-. [sic] (Un buen detective no se casa jamás, p. 27).
¿Qué pasaría si el relato prescindiera del personaje que inocula la suspicacia?
La primera parte de la novela, hasta la aparición de Elisa y Esther, monta el triángulo amoroso en el que la aparición de Adrián separa a Lala de una relación enfermiza con Raymond: Tengo la seguridad de que Adrián nunca me va a engañar. Le hablo de Raymond y Adrián lo entiende todo.  Esa misma noche, sin que Raymond lo sepa, quizá mientras piensa que estoy en mi casa sufriendo pesadillas, mientras me castiga sin llamarme porque me merezco cada una de mis desapariciones y de mis tiritonas, mientras es posible que él coquetee con una niñata o con un hombre o ande buscando su disfraz de Shirley Bassey, Adrián y yo por primera vez dormimos juntos. Y todo se hace, por primera vez, muchísimo menos complicado. (p. 51)
Los personajes masculinos crecen en la contraposición del ególatra y afectadamente complejo Raymond a la tranquilidad y entrega de Adrián. Se da tanto en la relación amorosa con Lala como en la construcción de su figura laboral y pública: Así pues, la cualidad para creer, para conservar y para hacer nuevos amigos es lo que mejor define a Adrián. También la compasión. Sin embargo, es obvio que en algunos momentos solo soy yo la que le importa y la que le ayuda. (p. 107)
Una vez dado el aparataje de la relación a tres, aparece Elisa. Elisa es mostrada (Adrián y Elisa siempre son mostrados) como una amante despechada que padece la misma fijación malsana que Raymond por la relación de Lala y Adrián. El engaño tras una momentánea separación de la pareja, dura una noche. Y hasta en la ruptura Adrián se adecúa a los cánones de la compasión y la empatía.
Raymond narra a Elisa:
Por eso, Elisa insiste en que durmieron con la placidez de los lactantes saciados y que al día siguiente, reencontrados en la noche, volvieron a irse juntos al pisito de alquiler de Elisa y fue entonces cuando ella le mostró su cicatriz y con ella, era como si le mostrara su vida entera en una ofrenda. Y Adrián dijo:
-No sabes cuánto te comprendo.
Y cogió la puerta y se fue, porque tenía un compromiso que no era la cicatriz de Elisa. (p. 48)
            Este párrafo termina: Tuvo ganas de quitarle a Adrián esa cara de buena persona para ver qué escondía por dentro. (p. 48)
En Black, black, black el discurso seducido del detective Antonio Zarco, guiado por su deseo sexual, es desmontado por Paula, su exmujer aparentemente prisionera de su antiguo amor por Zarco, que es homosexual. En Amour fou, la narración lucha por el sostenimiento de la seducción, quiere mantener la trampa, restaurar las grietas, no quiere ver su reverso, no quiere ver que el bastón se transforme en un bate.
Lala narra a Adrián:
La película se acaba y Adrián se levanta del suelo. Se dirige a la puerta de la habitación de la niña, la abre y ve la luz del recibidor. El resto de la casa se ha quedado a oscuras. Apoyada en un pilar del piso, Elisa contempla el movimiento de Adrián frotándose los riñones y la pequeña figura de su hija que sale, en camiseta, corriendo hacia las piernas de su madre, arrebolada y sudando, de una habitación con las luces apagadas. (p. 131-2)
Lala niega la posibilidad misma de que Adrián mienta (y haya podido abusar de Esther, la hija de Elisa): No tiene la misma credibilidad un hombre que trabaja y lucha cada día que una mujer metida en una bola de pelusa, hipnotizada por una cicatriz, una mujer que alimenta hipopótamos en el zoológico y que pica el ajo muy finamente sola para que a ti te escueza el paladar. (p. 177)

Amour fou termina, tras la lectura del diario de Raymond, cuando Lala lanza un busto de Lenin (quizá de dimensiones parecidas al que le regalé a mi compañera de piso para que me lo estrelle el día que lo estime conveniente) y sale por fin a la calle. No ya Charlot o drugo. Sola. Sin capacidad de ser creída en su creencia en el relato de Adrián (del que tampoco ha conseguido convencer al lector). La creencia en su creencia en que quien la salvó una vez de la cárcel y la amó, Adrián, con quien todo fue siempre más fácil, fuera capaz, al otro lado del espejo del tocador, de abusar sexualmente de una niña. Presos todos, los tres, de su loco amor: Raymond obsesionado con la relación de Lala y Adrián; Elisa, con su búsqueda de la venganza de Adrián; Lala, enamorada de Adrián. Sólo de Adrián ignoramos si padece algún Amour fou.