jueves, 24 de enero de 2019

ISAAC ROSA, FELIZ FINAL. TRISTE HISTORICISMO


En un viejo relato de Quim Monzó el príncipe azul encuentra en mitad del bosque a la princesa anestesiada. La besa. La despierta. Recorre su cuerpo y hace el amor con ella. Justo al terminar, al menos así recuerdo yo el cuento, vislumbra un poco más allá otra princesa dormida que reclama ser despertada. Y un poco más allá una tercera. La cuarta… Es un cuento magnífico sobre la lógica del deseo. Durante las primeras páginas de Feliz final pensé que Isaac Rosa contraponía esta lógica del deseo, infinito y repetitivo, en el que todo es aparentemente distinto pero exactamente igual, como princesas roncadoras a la espera de un encuentro sexual, al compromiso ético, al acto de amor del que hablan Badiou o Žižek, al acontecimiento que suspende la lógica repetida del deseo. Pero no es así.



Al comienzo de la novela, al final de la relación -cuando han vaciado la casa en la que convivieron- Ángela, que ya sabe que Antonio no quiere mantener la relación, alega por este compromiso ético que nos ata contra la lógica del consumo -algo que Isaac Rosa ya trató en La habitación oscura (2013): siempre acabamos invocando la libertad, pero qué libertad es esa, la jodida libertad es la trampa con la que nos están quitando el suelo bajo nuestros pies, estoy hasta el coño de tanta libertad, libertad de elegir colegio, libertad de elegir médico, libertad de elegir una carrera, un trabajo, un futuro, libertad de negociar tus condiciones directamente con el empresario […] y todo ese amor que no es amor libre sino liberalizado, ¡que se vayan a la mierda con su libertad! [p.44-5]

Esa libertad que no es más que la lógica huidiza del deseo, es la que corrompería ese compromiso ético: Aquella noche, en el hostal sin calefacción, nos abrazamos para quitarnos el frío, pero éramos nosotros los que irradiábamos frío porque estábamos muertos. En esos meses me apretaba contra ti cada noche, sí, pero cuanto más lo hacía, más sentía que abrazaba un cadáver. El cadáver de tu deseo. Era tu deseo lo que estaba muerto, descomponiéndose allí mismo, entre mis brazos, apestando. [p. 80]

A pesar de este comienzo, Feliz final no hurga en la posibilidad de las dificultades y las consecuencias de un compromiso que se rompa con la repetición del deseo. Un acontecimiento al que ser fiel porque el acontecimiento nos ha definido.

Feliz final opta por la estructura contraria, por el historicismo. Los narradores, ellos, van reconstruyendo su historia de pareja como si cada una de las acciones desde que se conocieron hasta la ruptura fuesen concatenaciones determinadas. No diré mecánicas, pero sí encaminándolos hacia la ruptura inevitable. Un camino vallado que inevitablemente se transita, como ríos al mar que es el morir:

Una línea continua y con aspecto de relieve montañoso, que sube o baja según el momento. El comienzo súbito al enamorarnos, el alza eufórica de los primeros años, casi vertical, cuando crees que ya no puedes amar más y sin embargo subes y subes. La conquista de las alturas, donde acampar una temporada que coincidiría con el nacimiento y los primeros años de las niñas. Hasta que empieza el descenso, ese rodar barranco abajo desamándonos, una bajada con dientes de sierra pero sin perder nunca la tendencia, con saltos escarpados, algún momento de engañosa remontada pero siempre perdiendo altura hasta que nos estrellamos en ese doble y consecutivo acantilado que sería nuestro deterioro máximo, la desconexión emocional: el stonewalling, la infidelidad. Quedamos entonces en lo más profundo durante un tiempo, arrastrándonos, hasta que nos reconciliamos y ascendemos una suave colina, recobramos algo de la altura perdida, para finalmente derrumbarnos y tocar el suelo en el momento de la separación. Es bastante fiel, ¿verdad? Somos nosotros, nuestra vida compartida. [p. 158]

Este fragmento resume la novela y, aunque invierte la estructura narrativa, muestra el historicismo pesimista de quien lee la historia desde la derrota. Da igual que Isaac Rosa vincule la ruptura de la pareja a la evolución de nuestro saldo bancario [p. 158], no de una manera simplista, sino desde la convicción de que las dificultades económicas por diversos motivos (por ejemplo, la necesidad de dedicar más horas al trabajo para la obtención de renta o la inseguridad) empeoran las relaciones sentimentales. Da igual también que Feliz final nos recuerde que la lógica poliamorosa del capitalismo no difiere de la lógica mercantil de nuestros cuerpos a nuestras relaciones más íntimas. 

No, la lógica de la muerte de la pareja es una lógica historicista que también se repite una y otra vez alternando tragedia y comedia:  Somos nosotros los responsables de este fracaso. Tú y yo. No fue la crisis económica. No es el capitalismo. No somos un remake precario de otra historia que, protagonizada por una pareja acomodada, termina bien. [p. 162]



Ángela y Antonio, un fracaso de manual que reúne todo aquello que no deben hacer si quieren seguir juntos. […] Me sorprendió, y también me avergonzó e irritó, ver en aquella pizarra lo previsible que era nuestra ruptura. Lo inevitable que era. Lo vulgar que resultaba, una cura de humildad a destiempo. Nosotros, que alguna vez creímos que nuestro amor era especial. Nada. De manual. Si alguien nos hubiese observado durante años, si nosotros mismos hubiésemos tenido la lucidez para vernos, habríamos reconocido la constancia con la que íbamos recorriendo la autopista hacia el desastre. Habríamos sabido parar a tiempo. Esa cuesta abajo de tu gráfica la seguimos hasta el final. Nos dejamos caer rodando. [p.162-3]

Finalmente no hay misterio, no hay posibilidad revolucionaria -más allá de una supuesta consciencia que permitiera dar un volantazo en la autopista-: hay repetición. El Feliz final lo es sólo y exclusivamente porque termina por el principio. No se ha producido una transformación, no hay acontecimiento capaz de transformar la rueda de lo determinado. Es feliz el final porque, ilusioriamente, se afirma: en todo encontrábamos grandeza. Esa seguridad candorosa de los enamorados, esa presunción enloquecida. Mirábamos a otras parejas y las juzgábamos y condenábamos fulminantemente: no son como nosotros. No se aman como nosotros. No han conocido un amor tan grande. [p. 291-2]

En este sentido, no he podido dejar de pensar en Amor de Michael Haneke como la obra opuesta a Feliz final. Mientras que en el magnífico texto de Isaac Rosa la relación está presa desde el final que es el principio en la repetición del deseo, la película de Haneke, muestra las consecuencias del compromiso ético del amor, su realidad como acontecimiento.

sábado, 5 de enero de 2019

ORDESA: LA ARISTOCRACIA Y LA POBREZA


Estaba convencido de que no iba a escribir sobre Ordesa de Manuel Vilas. Es una novela que huele a naftalina y no precisamente por el tema o la técnica narrativa, sino por la construcción de la sociedad que la sostiene. Ordesa, sin embargo, está en un lugar destacado entre las mejores novelas del año.  Alberto Olmos, no sólo Forbes o Babelia, la ha destacado, junto a la magnífica Final feliz de Isaac Rosa, como la mejor novela del año. Destaca principalmente el argumento de su elección: “Lo que leemos en Rosa y Vilas es tan intravenoso que sería emocionante hasta con faltas de ortografía y mal encolado. No son libros que sucedan muy a menudo, amigos”. 

Alberto Olmos señala como hito la ficcionalización del conflicto personal, de la herida que supura o cualquier otra metáfora sobre abscesos. Ficción pero en la que hozamos en el sufrimiento individual auténtico. Ordesa narra la vida del personaje Manuel Vilas después de la muerte de sus padres, la reconstrucción de su relación con ellos, su divorcio y la relación con sus hijos. Final feliz observa una pareja desde su ruptura. Ambas son ejercicios de producción simbólica del pasado pero técnicamente distintas. Como a Final feliz quiero dedicarle una entrada aparte, me dedicaré ahora a Ordesa

Ordesa es autoficción; si bien es Manuel Vilas el único personaje de la narración: Su depresión, su alcoholismo, su divorcio (sus infidelidades), sus padres y su hijos -vagamente cubiertos por nombres de compositores-,  los objetos de la trama. Tengo la sensación de que la autoficción, como escribió Terry Eagleton de la muerte del sujeto en el posmodernismo, es la mejor forma conservarlo incólume. Aunque esto no es más que una intuición sin elaborar.


Así que, en lugar de regodearme en elementos anecdóticos “universales” como la insistencia del padre de aparcar el coche a la sombra o los singulares dolores de cada familia infeliz, prefiero ver dónde traba la dialéctica de lo familiar y lo colectivo: la pobreza. La pobreza de Vilas es una noción lo suficientemente vaga para que quepa todo aquello que no pertenezca al campo de la ostentación y la realeza -de hecho, toda la primera parte de la novela enfrenta la pobreza histórica, sociológica y familiar de los Vilas a una cena a la que asiste el novelista ante nuestro hijo Felipe VI. 

La novela opone aristocracia figurativa a la pobreza moral de la clase media, de la clase media baja española, a la que pertenece. O pertenecemos todos aquellos que no gocemos el apellido Borbón.
La pobreza es principalmente una sensación familiar y vaguísima. Manuel Vilas se considera a sí mismo como pobre mientras narra su desempeño como profesor de secundaria en la Comunidad de Aragón -cuyo salario ronda los 2 000 euros mensuales, pagas extraordinarias aparte:

Nunca me acostumbraré a ser pobre. Estoy llamando pobreza al desamparo. He confundido pobreza y desamparo: tienen el mismo rostro. Pero la pobreza es un estado moral, un sentido de las cosas, una forma de honestidad innecesaria. Una renuncia a participar en el saqueo del mundo, eso es para mí la pobreza. Tal vez no por bondad o por ética o por cualquier elevado ideal, sino por incompetencia a la hora de saquear.
Ni mi padre ni yo saqueamos el mundo. Fuimos, en ese sentido, frailes de una orden mendicante desconocida. (p. 90)

O:

No había manera de hacer dinero. Y eso creo que es hereditario. Yo también soy pobre. No tengo donde caerme muerto, lo bueno es que ahora nadie tiene donde caerse muerto. Y eso puede ser una liberación. Ojalá los jóvenes busquen la vida errante, el caos, la inestabilidad laboral y la libertad. Y la pobreza apañada, la pobreza desactivada moralmente, es decir, la pobreza en sociedad. Es una buena solución: la pobreza como fundamento colectivo; el no-tener mancomunado.
El problema de la pobreza es que acaba transformándose en miseria, y la miseria es un estado moral. (p. 144)

Como se ve en el último fragmento la pobreza tiene dos caras: la pobreza esclavizante (la sujeción al trabajo como veremos), y la pobreza liberadora. La recurrencia a la pobreza como intrínseca a cierta forma libertad, es decir, como la no participación en el sistema productivo o de trabajo no es tampoco una novedad está inscrita desde su comienzo en la constitución de la ideología pequeña burguesa ya bien sea como pobreza electa o como cultura del emprendimiento, que no es otra cosa que la cara del envés. Desde Hambre de Hamsun, (la maravillosa) Factótum o Cartero de Bukowski, el trabajo en la fábrica Ford en El viaje al final de la noche… O el abandono de la docencia de Manuel Vilas:

Mucho tiempo estuve narcotizado por una nómina. Mucho tiempo: más de dos décadas. Recuerdo que me desperté a las siete y media de la mañana de un 10 de septiembre del año 2014. Tenía una cita a las ocho y media con los jefes de mi trabajo. Iba a solicitar mi baja, me marchaba. Llevaba veintitrés años dado clases en institutos de enseñanza secundaria, ya no podía más.
No sabía cuántos años de mi vida podían quedarme, pero los quería vivir sin esa esclavitud. Pensaba que no me quedaban muchos años, y los pocos que me quedaban quería dedicarlos a la contemplación de mis muertos, a lo que fuese, incluida la mendicidad. (p. 110)

Aquí queda un poco más clara la arista libertaria de la pobreza: la pobreza, la no sujeción a la percepción de rentas del trabajo, es libertad. Es el punto donde el trabajador (manual o intelectual) contacta con la aristocracia. En este sentido, se equiparan el libre, el rentista (la monarquía) y el flanêur. Pasear, mirar las nubes, leer, estar sentado, estar con uno mismo en un gran silencio, esa fue la ganancia. (p. 110) La pobreza como estado moral es, en este punto, la necesidad de un salario. 

Porque la pobreza como estado moral, es decir, la que te sujeta al trabajo, la que te narcotiza. La pobreza te constriñe a la clase social genérica; La pobreza es la esencia del universalismo de Ordesa:  Ningún prodigio aristocrático, ningún prodigio vip, solo prodigios que emergen de la clase media-baja española de los años setenta, que son muy hermosos y son el espejo de mi alma. (p. 176)


Queda clara la oposición: los prodigios que se oponen son los de la ociosidad aristocrática a los de la plebe; por eso, es tan importante en la estructura de la narración que Manuel Vilas compartieran una cena y un saludo de seis segundos y noventa y dos centésimas de segundo (p. 42). Por eso, el relato comienza con Manuel Vilas contándole a sus padres, particularmente a su padre que él, miembro de la clase media-baja española, ha cenado en la misma sala que el rey y la reina. Clase media-baja española de la que ellos, Manuel Vilas personaje, Manuel Vilas narrador y Manuel Vilas autor, se liberan quedando en el vacío a la espera de emparentarse con algún descendiente Borbón.