sábado, 18 de enero de 2020

Inocencia, atesoramiento y capital en Lluvia fina de Luis Landero


Dejó dicho en una entrevista el maestro Juan Carlos Rodríguez que no sabemos ver ni leer. Los textos no se pueden leer ingenuamente línea a línea, porque mienten. Aparentemente en algo semejante parece insistir la que, según casi todos los suplementos literarios oficiales, ha sido la novela española del año: Lluvia fina de Luis Landero. Ahora ya sabe con certeza que los relatos no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. (p. 11), comienza la novela.

Motivo, la no inocencia de todo relato, que se convertirá en el leitmotiv de esta reconstrucción de un drama familiar a partir del deseo de organizar una fiesta de ochenta cumpleaños para la matriarca de la familia tradicional. Resulta igualmente llamativo que la novela dé por sabido (el inconsciente siempre aúlla allí, en lo que damos por sabido) el significado de esta inocencia, grado cero del relato, y no trate en ningún caso definirla, como la organización de quién dice y quién posee el relato. No aclara si la inocencia inexistente la formula Freud, como parece indicar la cita del comienzo (Psicopatología de la vida cotidiana), pertenezca al ámbito de las intenciones subjetivas o porque se segreguen desde y en una matriz ideológica precisa como demostró Juan Carlos Rodríguez; no señala Luis Landero a qué se opone la inocencia o cuál es ese supuesto grado cero del relato sobre el que se articula su inexistencia. En lo que ahonda y en lo que Lluvia fina aparenta una contradicción angustiosa es en la propiedad del relato y el decir tratados como formas opuestas. Contraposición que nos ayudará a apostar por un significado de la inocencia.

La trama es sencilla: tres hermanos, Sonia, Andrea y Gabriel, y la madre le cuentan a Aurora, la pareja de Gabriel, la historia de los agravios y las miserias de la familia. Los cuatro miembros de la familia depositan, invierten, sus rencores y cuentas pendientes con los otros tres. En este sentido Aurora es la propietaria del relato. Ella es en realidad la única dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la trama y el revés de la trama, porque solo a ella le confían y le cuentan, con todo tipo de detalles, y sin vergüenza ni reparos, todos y cada uno de los implicados en esta historia que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha acabado en ruina y desastre, como ya intuyó ella desde el primer momento. (p. 18)
Esta posesión curiosamente impide a Aurora en todo momento hablar en dos sentidos: Aurora es hablada por el narrador, mientras que el resto de personajes hablan y hablan, mediante el estilo directo, sin cesar durante toda la novela; y, en segundo lugar, ella no puede articular ningún relato:

Parece que la tarde se ha detenido en una penumbra vagamente dorada. [Aurora] Sentada en su silla de profesora, un codo en la mesa y la cara vencida sobre la palma de su mano, escucha el relato que le va contando su memoria, retazos de pasado que no sabe cómo armar para darles un sentido, una unidad, algo que la ayude a entender cómo ha sido su vida y qué puede esperar ahora del porvenir. Si tuviese a alguien a quien contarle sus recuerdos, una Aurora que la escuchara y acogiera con gusto sus palabras, quizá lograra comprender algo, o al menos desahogarse y aliviar esta pena que desde hace ya tiempo la carcome por dentro. (p. 109)

Aurora, en el sentido económico del término atesora el relato: Y Aurora escucha y calla, y comprende, y con la manera tan dulce que tiene de escuchar, parece que alivia los pesares de todos y pacifica las discordias. (p. 87) Si Aurora tuviese alguien a quien confiarle su historia, le contaría […] (p. 175), pero no puede el relato que le depositan se guarda y no aparece de nuevo en circulación. Así como Marx afirma que el tesoro se convierte en capital en el momento en que se lanza al mercado y sus transfiguraciones, el relato que es depositado en Aurora se detiene como en una crisis económica. Si las crisis económicas aparecen, en un primer momento, como una acumulación infinita de mercancías que no se venden, la detención del discurso en Aurora, el atesoramiento de todas las palabras, su freno es la primera muestra de la tragedia. La palabra, como el capital, sólo existe en su circulación, cuando produce beneficios.


Ahora sí se puede entender por qué el narrador señala que Aurora ya sabe que los discursos no son inocentes. Los discursos se lanzan, insisto, como el capital, para la obtención de beneficios y su detención, su atesoramiento, son formas de crisis y tragedia. La acumulación que no es incesantemente puesta de nuevo en circulación, que no se capitaliza, nos condena a la crisis a la muerte: todo cuanto se dice queda ya dicho para siempre, y solo con la muerte se consuma por completo el olvido y se logra el silencia y, con él, la paz definitiva. (p. 261) Y un poco después: Por un momento intenta perseguir y esclarecer esas vagas intuiciones sobre los espejismos de la memoria, pero el pensamiento da un enorme bostezo -lo siente físicamente- ante una tarea tan ardua, tan imposible acaso. <<Estoy muy cansada>>, piensa, <<y es la memoria la que no me deja descansar>> (p. 262). Algo que, en el caso del relato, solo puede acabar en la otra orilla.