Dejó dicho en una entrevista el
maestro Juan Carlos Rodríguez que no
sabemos ver ni leer. Los textos no se pueden leer ingenuamente línea a línea,
porque mienten. Aparentemente en algo semejante parece insistir la que,
según casi todos los suplementos literarios oficiales, ha sido la novela española
del año: Lluvia fina de Luis Landero.
Ahora ya sabe con certeza que los relatos
no son inocentes, no del todo inocentes. Quizá tampoco lo sean las
conversaciones de diario, los descuidos y equívocos verbales o el hablar por
hablar. Quizá ni siquiera lo que se habla en sueños sea del todo inocente. (p.
11), comienza la novela.
Motivo, la no inocencia de todo
relato, que se convertirá en el leitmotiv de esta reconstrucción de un drama
familiar a partir del deseo de organizar una fiesta de ochenta cumpleaños para
la matriarca de la familia tradicional. Resulta igualmente llamativo que la novela
dé por sabido (el inconsciente siempre aúlla allí, en lo que damos por sabido)
el significado de esta inocencia, grado cero del relato, y no trate en ningún caso
definirla, como la organización de quién dice y quién posee el relato. No
aclara si la inocencia inexistente la formula Freud, como parece indicar la
cita del comienzo (Psicopatología de la
vida cotidiana), pertenezca al ámbito de las intenciones subjetivas o porque se
segreguen desde y en una matriz ideológica precisa como demostró Juan Carlos
Rodríguez; no señala Luis Landero a qué se opone la inocencia o cuál es ese
supuesto grado cero del relato sobre el que se articula su inexistencia. En lo
que ahonda y en lo que Lluvia fina aparenta
una contradicción angustiosa es en la propiedad del relato y el decir tratados
como formas opuestas. Contraposición que nos ayudará a apostar por un
significado de la inocencia.
La trama es sencilla: tres hermanos,
Sonia, Andrea y Gabriel, y la madre le cuentan a Aurora, la pareja de Gabriel,
la historia de los agravios y las miserias de la familia. Los cuatro miembros de la familia depositan, invierten, sus rencores y cuentas pendientes con los otros tres. En este sentido
Aurora es la propietaria del relato. Ella
es en realidad la única dueña absoluta del relato, la que lo sabe todo, la
trama y el revés de la trama, porque solo a ella le confían y le cuentan, con
todo tipo de detalles, y sin vergüenza ni reparos, todos y cada uno de los
implicados en esta historia que empezó siendo trivial y hasta festiva y que ha
acabado en ruina y desastre, como ya intuyó ella desde el primer momento.
(p. 18)
Esta posesión curiosamente impide
a Aurora en todo momento hablar en dos sentidos: Aurora es hablada por el
narrador, mientras que el resto de personajes hablan y hablan, mediante el
estilo directo, sin cesar durante toda la novela; y, en segundo lugar, ella no
puede articular ningún relato:
Parece que la tarde se ha detenido en
una penumbra vagamente dorada. [Aurora] Sentada en su silla de profesora, un
codo en la mesa y la cara vencida sobre la palma de su mano, escucha el relato
que le va contando su memoria, retazos de pasado que no sabe cómo armar para
darles un sentido, una unidad, algo que la ayude a entender cómo ha sido su
vida y qué puede esperar ahora del porvenir. Si tuviese a alguien a quien
contarle sus recuerdos, una Aurora que la escuchara y acogiera con gusto sus
palabras, quizá lograra comprender algo, o al menos desahogarse y aliviar esta
pena que desde hace ya tiempo la carcome por dentro. (p. 109)
Aurora, en el sentido económico
del término atesora el relato: Y Aurora
escucha y calla, y comprende, y con la manera tan dulce que tiene de escuchar,
parece que alivia los pesares de todos y pacifica las discordias. (p. 87) Si Aurora tuviese alguien a quien confiarle
su historia, le contaría […] (p. 175), pero no puede el relato que le
depositan se guarda y no aparece de nuevo en circulación. Así como Marx afirma
que el tesoro se convierte en capital en el momento en que se lanza al mercado
y sus transfiguraciones, el relato que es depositado en Aurora se detiene como
en una crisis económica. Si las crisis económicas aparecen, en un primer
momento, como una acumulación infinita de mercancías que no se venden, la
detención del discurso en Aurora, el atesoramiento de todas las palabras, su
freno es la primera muestra de la tragedia. La palabra, como el capital, sólo
existe en su circulación, cuando produce beneficios.
Ahora sí se puede entender por
qué el narrador señala que Aurora ya sabe
que los discursos no son inocentes. Los discursos se lanzan, insisto, como el
capital, para la obtención de beneficios y su detención, su atesoramiento, son
formas de crisis y tragedia. La acumulación que no es incesantemente puesta de
nuevo en circulación, que no se capitaliza, nos condena a la crisis a la muerte:
todo cuanto se dice queda ya dicho para
siempre, y solo con la muerte se consuma por completo el olvido y se logra el
silencia y, con él, la paz definitiva. (p. 261) Y un poco después: Por un momento intenta perseguir y esclarecer
esas vagas intuiciones sobre los espejismos de la memoria, pero el pensamiento
da un enorme bostezo -lo siente físicamente- ante una tarea tan ardua, tan
imposible acaso. <<Estoy muy cansada>>, piensa, <<y es la
memoria la que no me deja descansar>> (p. 262). Algo que, en el caso
del relato, solo puede acabar en la otra orilla.